
A todos nos pasa: recordamos algunas cosas, pero confiamos en que otras las recuerde nuestra pareja (los nombres de familiares lejanos, en mi caso), nuestra familia (¿cuál era el teléfono de ese abogado buenísimo?) o nuestros colaboradores (¿quién se iba a encargar de recopilar los datos para el nuevo proyecto?).
Además, cada vez menos gente sabe de memoria números de teléfono (yo antes los anotaba en una agenda de papel); hoy todos confiamos en que nuestro teléfono celular/agenda digital los “recuerde” (por eso es una catástrofe perder el celular sin tener un respaldo: ¡pierde uno todos sus contactos!).
Se trata de un fenómeno bien conocido y estudiado: el ser humano tiende a complementar su capacidad individual de memoria utilizando fuentes externas (la llamada “memoria transactiva”): los cerebros de gente en nuestro círculo social, artefactos de papel o electrónicos, y actualmente, en sociedades digitalizadas, el internet.
Ya habíamos hablado aquí del provocador libro Superficiales (Taurus, 2011), de Nicholas Carr, quien defiende la tesis de que los nuevos hábitos de lectura fomentados por internet nos están haciendo perder las habilidades de lectura profunda desarrolladas a lo largo de siglos, en favor de la búsqueda rápida y superficial de información. Esto no necesariamente es malo, pero sí implica un cambio profundo que puede afectar a toda la sociedad, y sería conveniente saber si es hacia allá donde queremos dirigirnos. “Cada tecnología intelectual… entraña una ética [o ethos] intelectual, una serie de supuestos sobre cómo funciona o debiera funcionar la mente humana”, escribe Carr (capítulo 3). ¿Queremos que nuestros jóvenes sigan aprendiendo a leer libros, o nos basta con que sepan tuitear y usar internet?
(Este debate sobre lo beneficioso o perjudicial de las memorias externas, por cierto, no es nuevo: ¡tiene más de dos mil años! Ya en el siglo IV antes de nuestra era, Platón narraba en Fedro cómo el rey egipcio Thamus discutía con el dios Theuth, quien abogaba por dar las herramientas de la escritura al pueblo, argumentando que “este conocimiento… hará más sabios a los egipcios y más memoriosos, pues se ha inventado como un fármaco de la memoria y de la sabiduría”. Thamus objetaba que “es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprendan, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos… No es, pues, un fármaco de la memoria lo que has hallado, sino un simple recordatorio”. No hay nada nuevo bajo el sol.)
Hay quien instantáneamente reacciona denunciando estas advertencias como prejuicios, subrayando los indudables beneficios que la red nos ha traído. Pero convendría ir más allá de las opiniones. Por eso resulta tan interesante el estudio de Betsy Sparrow, de la Universidad de Columbia, en Nueva York, y sus colegas, publicado el 14 de julio de 2011 en la prestigiada revista Science, donde analiza, mediante cuestionarios y computadoras, el uso de la memoria en estudiantes universitarios.
Usando métodos directos e indirectos (pruebas de memorización, pruebas de tiempo de reacción que revelan si ciertos conceptos están más presentes en la memoria que otros), la investigación revela (o más bien, sugiere, como cautelosamente escriben los autores), que cuando los estudiantes saben que cierta información está disponible en la red, tienden a recordarla menos; que tienden a recordar más dónde hallar la información que los datos en sí, y finalmente que cuando se le hacen preguntas difíciles, tienden a pensar, antes que nada, en buscar las respuestas en la red.
Aunque el estudio mismo es discutible (el número de participantes es reducido –entre 28 y 60, según cada uno de los 4 experimentos–; se trata sólo de estudiantes de la Universidad de Harvard; los métodos tienen limitaciones…), apunta en direcciones inquietantes. “Internet se ha convertido en un medio fundamental de memoria externa o transactiva, donde la información se almacena fuera de nosotros”, afirman los autores, y añaden que “como se ha vuelto tan común buscar la respuesta a cualquier pregunta en el momento… podemos sentir una especie de síndrome de abstinencia cuando no podemos averiguar algo inmediatamente”.
Según los autores “estos resultados sugieren que los procesos de la memoria humana se están adaptando a la llegada de la nueva tecnología de computadoras y comunicación… Nos estamos volviendo simbióticos con nuestras herramientas de cómputo, transformándonos en sistemas interconectados que recuerdan no tanto por saber cosas que por saber dónde se halla la información… La experiencia de perder nuestra conexión a internet se va pareciendo más y más a perder un amigo.”
No necesariamente se trata de un peligro… pero sí de un cambio importante e inquietante. Junto con más investigación, para saber si estos datos se sostienen, convendría tener más discusión amplia, para prever oportunamente el rumbo futuro de la educación y del desarrollo de las habilidades intelectuales en nuestras sociedades.
Copyright © Martín Bonfil Olivera. Publicado en Milenio Diario. Reservados todos los derechos.