
Observen esta fotografía. Basta que un grupo de jóvenes usuarios de WhatsApp o de Instagram ignoren una obra de arte para que se anuncie el apocalipsis. Así lo han decidido los miles de internautas que han difundido ‒y siguen difundiendo‒ esta potente imagen. Si hubiera que elegir un pie de foto, sin duda sería algo así como "El desprecio de los adolescentes por la cultura se debe a su adicción tecnológica".
El autor de la fotografía, Gijsbert van der Wal,la tomó en el Rijksmuseum, en la sala donde se exhibe La ronda de noche (De Nachtwacht), esa obra maestra que Rembrandt pintó en 1640 y 1642.
No me lo negarán: ante una creación tan bella y formidable, uno tiende a exaltarse aún más cuando observa a esos chavales, incapaces de disfrutar del arte, tuiteando las naderías y frivolidades que probablemente animan su experiencia digital.
En fin, la foto es muy elocuente. Lo de menos es qué miran los protagonistas en sus smartphones, porque la evidencia de su analfabetismo artístico ya está fabricada. Es un instante muy corto de sus vidas, pero nos basta para seguir la línea de puntos suspensivos y cultivar la angustia social. ¿Acaso los jóvenes de hoy no son unos incultos, capaces de este zafio comportamiento en un museo? ¿No lo demuestra esta instantánea, viralizada en Facebook, Twitter, Tumblr y Reddit?
Un momento. ¿He dicho Twitter? ¿Facebook? ¿Quizá la misma red que visitaban estos chavales que esquivan a Rembrandt, ensimismados en sus dispositivos electrónicos?
Pero como todas las imágenes sin contexto, esta también puede conducirnos al territorio de la duda. ¿Por qué estos muchachos parecen despreciar una de las obras más importantes del arte universal?
Hagamos un pequeño experimento visual. Estas tres series de dos fotogramas consecutivos nos van a permitir analizar la imagen del Rijksmuseum con una nueva perspectiva.
Si observamos las dos primeras tomas, la sensación que transmiten se corresponde con el hambre. El siguiente par nos indica que el personaje en cuestión está apesadumbrado por la muerte de un ser querido, quizá su hija. En cuanto al tercero, está claro que refleja un apasionado deseo.
Como ven, el personaje no cambia de gesto. Su expresión es tan fría como inescrutable. Somos nosotros quienes imaginamos lo que pasa por su cabeza a partir del segundo fotograma. Es más: lo convertimos en una figura con una historia detrás y con una función específica, vinculada a emociones con las que podemos identificarnos.
Fue un cineasta genial, Eisenstein, quien aprovechó al máximo este efecto emocional que viene a ser la base de cualquier relato basado en el montaje. Gracias al cine soviético de comienzos del siglo XX, sabemos que el sentido narrativo de una secuencia depende de una sucesión de planos. Es la planificación la que, junto al encuadre, concede ritmo y coherencia al conflicto que nos propone el realizador.
Dos o más imágenes yuxtapuestas bastan para ese prodigio. Así lo demostró el autor de la serie de fotogramas que acaban de ver, Lev Kuleshov (1899–1970), el primer teórico del montaje cinematográfico, maestro de Eisenstein y uno de los padres del cine soviético.
¿Y qué tienen que ver Kuleshov y el montaje con nuestros jóvenes tuiteros?
Aunque una fotografía es un instante detenido en el tiempo, nuestro cerebro discrimina sus connotaciones con relativa precisión, rellenando especulativamente los vacíos de información por medio de la experiencia o de la fantasía. Así, pese a que no disponemos de datos, imaginamos que los chicos del Rijksmuseum son escolares aburridos. Minusvaloramos su formación académica y sus inquietudes personales. Y por supuesto, con esta sospecha preñada de indignación, acudimos a las redes para exhibir esa vergüenza, y de paso, denunciar a los responsables políticos y sociales que no han hecho nada para impedir esa trágica decadencia educativa.
Como sucede con el efecto Kuleshov, añadimos por nuestra cuenta el segundo fotograma ‒el que nos falta‒ para dictar nuestra sentencia en el tribunal digital. No en vano, las redes sociales contribuyen a esa obsesiva puesta en común que, de forma adictiva, nos convierte en una tribu que opina y que busca el consenso junto a otros espíritus afines.
La indignación forma parte del paisaje. La conversación que circula por la red es, en gran medida, un compromiso con los nuestros y la denuncia permanente de quienes desafinan en ese coro. Más que de una tertulia al uso, se trata de una relajada y ruidosa corte popular, que muchas veces se mueve por medio de impulsos primarios, como sucedería con una turba enardecida. En esas circunstancias, las discusiones raramente conducen a un punto de acuerdo y la presunción de inocencia solo es aplicable para aquellos que gozan de nuestra simpatía.
Evidentemente, las pruebas de las que nos valemos en ese tribunal pueden ser fiables o no. Al fin y al cabo, eso importa menos que el deseo de exhibir permanentemente nuestro criterio, como si el selfie ético fuera la imagen perfecta de la vanidad contemporánea.
Bien... Retrocedamos ahora al momento en el que Gijsbert van der Wal disparó su cámara fotográfica en elRijksmuseum.
Los jóvenes, además de móviles, llevan cuadernos y hojas con apuntes. Forman parte de un grupo escolar, de modo que van acompañados por guías y docentes.
Es más, poco después se detienen ante otra de las obras exhibidas en el museo y atienden a la explicación que se les brinda.
Algunos de ellos, fascinados por la pintura, deciden hacerse un selfie a modo de recuerdo.
En este caso, no podemos reprocharles su falta de atención, así que es dudoso que alguien viralice fotos de esta clase, con estos chavales atendiendo a los guías o inmortalizándose frente al lienzo.
Ya sabemos, por cierto, que la viralidad prescinde siempre del contexto. Dan Zarrella demostró en HubSpot que el 14% de los mensajes retuiteados no obtiene un solo clic. Eso quiere decir que Gijsbert van der Wal hubiera podidoescribir un pie de foto explicativo, dando un sentido distinto a su imagen, y sin embargo, buena parte de los responsables de su difusión global lo habrían ignorado. De hecho, la fotografía se ha compartido masivamente prescindiendo del copyright de su autor, sin un solo enlace a la página de Flickr donde éste la colgó.
Pero avancemos un paso más allá. Ya sabemos que el compromiso con la autoría es irrelevante en las redes. También es prescindible el contexto. Pero ¿y la verdad?
Apliquemos el efecto Kuleshov por medio de dos tomas. En la primera, ésa que ya conocemos, los estudiantes observan detenidamente las pantallas de sus móviles. En la segunda, descubrimos lo que contiene esa pantalla que en apariencia les hipnotiza.
Curioso, ¿verdad? El museo facilita una app que permite a sus visitantes realizar un tour multimedia. Una eficiente visita guiada que, gracias al smartphone, nos ayuda a disfrutar de amplia información durante el recorrido.
Se trata de una herramienta muy útil en la enseñanza, y por otro lado, permite al profesor persuadir a sus alumnos de que el móvil, pese a que resulte adictivo y conlleve riesgos, también puede ser, en determinadas circunstancias, una ventana al conocimiento.
Es más: una de las apps que el citado museo facilita a los escolares les invita a responder un cuestionario después de contemplar determinadas obras maestras.
Ahora bien, si la lógica de los hechos es la que acabamos de describir ‒unos alumnos buscan información digital por indicación de su maestro‒, ¿qué nos dice esta anécdota sobre ese linchamiento escenificado en las redes sociales?
La lección está tan clara que casi duele. Para que el indignado internauta opine cómodamente, la fisura entre la realidad y su fantasía debe desvanecerse. Lo que permite a la turba digital este desahogo tiene mucho que ver con esas convicciones que se muestran en otros márgenes de la vida: el sentimiento de que la verdad y el bien están en su orilla. Y si para explicarse el mundo hace falta un bulo, una imagen dudosa o un entrecomillado falso, casi nadie a estas alturas va a recurrir a una lente de aumento o a un polígrafo que separe los hechos de la ficción y las opiniones sectarias de las que no lo son.
Para el lector que no pasa de los titulares, la prudencia o el deseo de rigor desaparecen muy pronto del escenario. Lo mismo sucede con el que se sobreinforma a partir de fuentes banales o falsarias. La rumorología y la difusión de engaños tienen siglos de historia, así que no vamos a pretender que desaparezcan en la aduana de internet. Ni Facebook ni Twitter tienen esa función atenuadora.
Lo que sí sabemos, porque así se evidencia cada día en las redes sociales, es que fotografías como la de Gijsbert van der Wal no son un vislumbre de la realidad, sino un espejo que nos cuenta algo de nosotros mismos. Algo que tiene que ver con nuestro empeño en fabricar respuestas muy rápidas para las preguntas equivocadas.
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